El
Parque natural de la Albufera o La Albufera (Albufera, del árabe البحيرة
al-buhayra, "el pequeño mar") es un parque natural de la provincia de
Valencia, en la Comunidad Valenciana, España. Fue también conocido por los
romanos como Nacarum Stagnum y en algunos poemas árabes se le denomina Espejo
del sol.
Este
paraje de 21.120 ha, que fue nombrado parque natural por la Generalitat
Valenciana el 23 de julio de 1986, se encuentra situado a unos 10 km al sur de
la ciudad de Valencia. El parque natural comprende el sistema formado por la
Albufera propiamente dicha, su entorno húmedo, y el cordón litoral adyacente a
ambos.
Cuento
de Blasco Ibañez.
El
Dragón del Patriarca
Era
cuando Valencia tenía un perímetro no mucho más grande que los barrios
tranquilos, soñolientos y como muertos que rodean la Catedral. La Albufera,
inmensa laguna casi confundida con el mar, llegaba hasta las murallas; la
huerta era una enmarañada marjal de juncos y cañas que aguardaba en salvaje
calma la llegada de los árabes que la cruzasen de acequias grandes y pequeñas,
formando la maravillosa red que transmite la sangre de la fecundidad; y donde
hoy es el Mercado extendíase el río, amplio, lento, confundiendo y perdiendo su
corriente en las aguas muertas y cenagosas.
Las
puertas de la ciudad inmediatas al Turia permanecían cerradas los más de los
días, o se entreabrían tímidamente para chocar con el estrépito de la alarma
apenas se movían los vecinos cañaverales. A todas horas había gente en las
alamedas, pálida de emoción y curiosidad, con el gesto del que desea contemplar
de lejos algo horrible y al mismo tiempo teme verlo.
Allí,
en el río, estaba el peligro de la ciudad, la pesadilla de Valencia, la mala
bestia cuyo recuerdo turbaba el sueño de las gentes honradas, haciendo amargo
el vino y desabrido el pan. En un ribazo, entre aplastadas marañas de juncos,
un lóbrego y fangoso agujero, y en el fondo, durmiendo la siesta de la
digestión, entre peladas calaveras y costillas rotas, el dragón, un horrible y
feroz animalucho, nunca visto en Valencia, enviado, sin duda, por el Señor ?según
decían las viejas ciudadanas- para castigo de pecadores y terror de los buenos.
¡Qué
no haría la ciudad para librarse de aquel vecino molesto que tuebaba su
vida...! Los mozos bravos de cabeza ligera ?y bien sabe el diablo que en
Valencia no faltaban- excitábanse unos a otros y echaban suertes para salir
contra la bestia, marchando a su encuentro con hachas, lanzas, espadas y
cuchillos. Pero apenas se aproximaban a la cueva del dragón, sacaba éste el
morro, se ponía en facha para acometer, y partiendo en línea recta, veloz como
un rayo, a este quiero y al otro no, mordisco aquí y zarpazo allá, desbarataba
el grupo; escapaban los menos, y el resto paraba en el fondo del negro agujero,
sirviendo de pasto a la fiera para toda la semana.
La
religión, viniendo en auxilio de los buenos y recelando las infernales artes
del Maléfico en esta horrorosa calamidad, quiso entrar en combate con la
bestia; y un día, el clero, con su obispo a la cabeza, salió por las puertas de
Valencia, dirigiéndose valerosamente al río con gran provisión de latines y
agua bendita. La muchedumbre contemplaba ansiosa desde las murallas la marcha
lenta de la procesión, el resplandor de las bizantinas casullas con sus fajas
blancas orladas de negras cruces, el centellear de la mitra de terciopelo rojo
con piedras preciosas y el brillo de los lustrosos cráneos de los sacerdotes.
El
monstruo, deslumbrado por este aparato extraordinario, les dejaba aproximarse;
pero pasada la primera impresión, movió sus cortas patas, abrió la boca como
bostezando, y esto basto para que todos retrocediesen con tanta prudencia como
prisa, precaución feliz a la que debieron los valencianos que la fiera no se
almorzara medio cabildo.
Se
acabó. Todos reconocían la imposibilidad de seguir luchando con tal enemigo.
Había que esperar a que el dragón muriese de viejo o de un hartazgo; mientras
tanto, que cada cual se resignara a morir devorado cuando le llegara el turno.
Acabaron
por familiarizarse con aquel bicho ruin como con la idea de la muerte,
considerándolo una calamidad inevitable, y el valenciano que salía a trabajar
sus campos, apenas escuchaba ruido cerca de la senda y veía ondear la maleza,
murmuraba con desaliento y resignación:
-Me
tocó la mala. Ya está ahí ese. Siquiera que acabe pronto y no me haga sufrir.
Como
ya no quedaban hombres que fuesen en busca del dragón, este iba al encuentro de
la gente, para no pasar hambre en su agujero. Daba la vuelta a la ciudad, se
agazapaba en los campos, corría los caminos, y muchas veces, en su insolencia,
se arrastraba al pie de las murallas y pegaba el hocico a las rendijas de las
fuertes puertas, atisbando si alguien iba a salir.
Era
un maldito que parecía estar en todas partes. El pobre valenciano, al plantar
el arroz encorvándose sobre la charca, sentía en lo mejor de su trabajo algo
que le acariciaba por cerca de la espalda, y al volverse tropezaba con el morro
del dragón, que se abría y se abría como si la boca le llegase a la cola, y
¡zas! De un golpe lo trituraba. El buen burgués que en las tardes de verano
daba un paseíto por las afueras, veía salir de entre los matorrales una garra
rugosa que parecía decirle: ¡Hola, amigo!, y con un zarpazo irresistible se
veía arrastrado hasta el fondo del fangoso agujero, donde la bestia tenía su
comedor.
A
medio día, cuando el dragón, inmóvil en el barro como un tronco escamoso,
tomaba el sol, los tiradores de arco, apostados entre dos almenas, le largaban
certeros saetazos. ¡Tontería! Las flechas rebotaban sobre el caparazón y el
monstruo hacía un ligero movimiento, como si entorno de él zumbase un mosquito.
La
ciudad se despoblaba rápidamente, y hubiese quedado totalmente abandonada a no
ocurrírseles a los jueces sentenciar a muerte a cierto vagabundo, merecedor de
horca por delitos que llamaron la atención en una época en que se mataba y
robaba sin dar a esto otra importancia que la de naturales desahogos.
El
reo, un hombre misterioso, una especie de judío, que había recorrido medio
mundo y hablaba en idiomas raros, pidió gracia. Él se encargaría de matar al
dragón a cambió de rescatar su vida. ¿Convenía el trato...?
Los
jueces no tuvieron tiempo para deliberar, pues la ciudad les aturdió con su
clamoreo. Aceptado, aceptado; la muerte del dragón bien valía la gracia de un
tuno.
Le
ofrecieron para su empresa las mejores armas de la ciudad; pero el vagabundo
sonrió desdeñosamente, limitándose a pedir algunos días para prepararse. Los
jueces, de acuerdo con él, dejáronle encerrado en una casa, donde todos los
días entraban algunas cargas de leña y una regular cantidad de vasos y botellas
recogidos en las principales casas de la ciudad. Los valencianos agolpábanse en
torno de la casa, contemplando de día el negro penacho de humo y por la noche
el resplandor rojizo que arrojaba la chimenea. Lo misteriosos de los
preparativos dábales fe. ¡Aquel brujo si que mataba al dragón...!
Llegó
el día del combate, y todo el vecindario se agolpó en las murallas, anhelante y
pálido de ansiedad. Colgaban sobre las barbacanas racimos de piernas; agitábanse
entre las almenas inquietas masas de cabezas.
Se
abrió cautelosamente un postigo, dejando sólo espacio para que saliera el
combatiente, y volvió a cerrarse con la precipitación del miedo. La muchedumbre
lanzó una exclamación de desaliento. Aguardaba algo extraordinario en el
paladín misterioso, y le veía cubierto con un manto y un capuchón de lana
burda, sin más arma que una lanza... ¡Otro al saco! Aquel judío se lo engullía
la malhadada bestia en un avemaría.
Pero
él, insensible al general desaliento, marchaba el línea recta hacia la cueva.
Justamente, el dragón hacía días que estaba rabiando de hambre. Qudábase la
gente en la ciudad, y la fiera ayunaba, rugiendo al husmear el rebaño humano
guardado por las fuertes murallas.
Vieron
todos como al aproximarse el vagabundo asomaba por el embudo de barro el picudo
morro de la fiera y sus rugosas patas delanteras. Después, con un pesado
esfuerzo, sacó del agujero el corpachón escamoso por cuyo interior había pasado
media Valencia.
¡Brrrr!
Y rugiendo de hambre, abrió una bocaza que, aun vista de lejos, hizo correr un
estremecimiento por las espaldas de todos los valencianos. Pero al mismo tiempo
ocurrió una cosa portentosa. El combatiente dejó caer la capa al suelo y la
capucha, y todo el pueblo se llevó las manos a los ojos como deslumbrado. Aquel
hombre era un ascua luminosa, una llama que marchaba rectamente hacia el
dragón, un fantasma de fuego que no podía ser contemplado más de un segundo.
Iba cubierto con una vestimenta de cristal, con una armadura de espejos en la
que se reflejaba el sol, rodeándole con un nimbo de deslumbrantes rayos.
La
bestia, que iba a lanzarse sobre él, parpadeó temblorosa, deslumbrada, y
comenzó a retroceder.
El
vagabundo avanzaba arrogante y seguro de la victoria, como en la leyenda
wagneriana el valeroso Sigfrido marchaba al encuentro del dragón Fafner.
Los
rayos de la armadura anonadaban a la fiera. Su espantable figura, reproducida
en la coraza, en el escudo, en todas las partes de la armadura con infinito
espejismo, la turbaban, obligándola a retroceder. Al fin, cegada, confusa,
presa del mareo de lo desconocido, se dejó caer en su agujero, y con un supremo
esfuerzo, por conservar su prestigio, abrió la bocaza para rugir ¡Brrrr!
¡Allí
de la lanza! La hundió toda en las horribles fauces del deslumbrado monstruo,
repitiendo los golpes entre los aplausos de la muchedumbre que saludaba cada
metido como una bendición de Dios. Los chorros de sangre negra y nauseabunda
mancharon la límpida armadura, y enardecidos por la agonía del enemigo, todos
los vecinos salieron al campo. Hubo algunos que por llegar antes se arrojaron
de cabeza desde las murallas, siendo con esto las postreras víctimas del
dragón.
Todos
querían ver de cerca al monstruo y abrazar al matador.
¡Se
salvó Valencia! Desde aquel día comenzó a vivir tranquila.
De
tan memorable jornada no ha quedado el nombre del héroe, ni siquiera su
maravillosa armadura de espejos. Sin duda se la rompieron en plena ovación, al
llevarle triunfante de abrazo en abrazo.
Pero
quedaba el dragón, con su vientre atiborrado de paja, por donde pasaron muchos
de nuestros abuelos.
Y
quien dude de la veracidad del suceso, no tiene más que asomarse al atrio del
Colegio del Patriarca, que allí está la malvada bestia como irrecusable
testigo.
horrible historia,pero no me importaría ver al dragón jejeje.
ResponderEliminares verídica o una leyenda.bonita historia para contar en una acampada al rededor del resplandor de un fuego.
Yo me acuerdo de cañas y barro que fue rodada ahí precisamente,bueno me acuerdo más de el nombre lo demás vagamente.
A ver de toda fabula siempre hay algo que es verdad, aunque no creo que mucho, a mi me la contaban de pequeño esa historia, nos encantaba.
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