lunes, 9 de noviembre de 2015

Las mil islas de Indonesia

 

Recuerdo que tocamos puerto tras larga travesía,

y dejando el navío y el muelle, por callejas

(entre el polvo mezclados pétalos y escamas),

llegué a la plaza, donde estaban los bazares.

Era grande el calor, la sombra poca.

 

Foto cedida por Lolo Papa Warner. Indonesia

Con el pecho desnudo iba, distraído

como si familiares fuesen la villa y sus costumbres,

y miré en un portal al mercader de sedas

que desplegaba una, color de aurora, fría a los ojos,

sintiendo sin tocarla la suavidad escurridiza.

Ante un ciego cantor estuve largo espacio,

único espectador, y parecía cantar para mí solo.

Compré luego a una niña un ramo de jazmines

amarillentos, pero en su olor ajado tuvo alivio

la dejadez extraña que empezaba a quejarme.

 

Desanudada la faja en la cintura,

unos muchachos que pasaban, reían,

volviendo la cabeza. Acaso me creyeron

Ebrio. Los ojos de uno de ellos eran

como la noche, profundos y estrellados.

 

La humedad de la piel pronto se disipaba

por el aire ardoroso, a cuyo influjo

mi pereza crecía. Me detuve indeciso,

acariciando el cuerpo, sintiendo su tibieza

lisa, como si acariciara un cuerpo ajeno.

 

Seguí, por parajes nunca vistos,

mas presentidos, igual a quien camina

hacia cita amistosa. Deponía la tarde

su fuerza, cuando al fin quise

buscar reposo ante un umbral cerrado.


Foto cedida por Lolo Papa Warner. Indonesia

 

Era un barrio tranquilo. Mis párpados pesaban

(acaso dormí mucho), y al abrirlos de nuevo

ya el sol estaba bajo en el muro de enfrente.

Una presencia ajena pareció despertarme,

porque al volver la cara vi una mujer, y sonreía.

 

Como si de mi anhelo fuese proyección, respuesta

ante demanda informulada, me miraba, insegura;

aunque yo nada dije, con gesto silencioso,

invitándome adentro, me tomó de la mano.

La seguí, con recelo más débil que el deseo.

 

La sala estaba oscura (ya caía la tarde).

Sobre la estera había almohadas, un cestillo

anidando manojos de magnolias mojadas,

de excesiva fragancia. filtró la celosía

unas palabras de la calle: «Le encontraron muerto».

 

Las pensé referidas a un camarada,

quizá presagio de mi sino. Pero ella,

atrayéndome a sí, sobre la alfombra

el ropaje tiró, como cuchillo sin la vaina,

fría, dura, flexible, escurridiza.

 

Mis manos en sus pechos, su cintura

quebrarse pareció al extenderme sobre ella,

y en el silencio circundante, al ritmo

de los cuerpos, oí su brazalete,

queja del ave fabulosa que escapaba.

 

La oscuridad llenó la sala toda

cuando saciado y satisfecho quise irme.

En la puerta (ella como mi sombra me seguía),

al cruzar su dintel, sentí que entre mis dedos

quedaba el brazalete, ahora inerte y mudo.

 

Mucho tiempo ha pasado. No aceptara

revivir otra vez esta existencia.

Mas no sé qué daría por sólo aquel instante

revivirlo. Bien sé que apenas tengo con qué tiente

al destino, ni el destino tentarse dejaría.

 

Cuando el recuerdo así vuelve sobre sus huellas

(¿no es el recuerdo la impotencia del deseo?).

Es que a él, como a mí, la vejez vence;

y acaso ya no tengo lo único que tuve:

Deseo, a quien rendida la ocasión le sigue.

 

Luis Cernuda

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