Recuerdo
que tocamos puerto tras larga travesía,
y
dejando el navío y el muelle, por callejas
(entre
el polvo mezclados pétalos y escamas),
llegué
a la plaza, donde estaban los bazares.
Era
grande el calor, la sombra poca.
Foto cedida por Lolo Papa Warner. Indonesia |
Con
el pecho desnudo iba, distraído
como
si familiares fuesen la villa y sus costumbres,
y
miré en un portal al mercader de sedas
que
desplegaba una, color de aurora, fría a los ojos,
sintiendo
sin tocarla la suavidad escurridiza.
Ante
un ciego cantor estuve largo espacio,
único
espectador, y parecía cantar para mí solo.
Compré
luego a una niña un ramo de jazmines
amarillentos,
pero en su olor ajado tuvo alivio
la
dejadez extraña que empezaba a quejarme.
Desanudada
la faja en la cintura,
unos
muchachos que pasaban, reían,
volviendo
la cabeza. Acaso me creyeron
Ebrio.
Los ojos de uno de ellos eran
como
la noche, profundos y estrellados.
La
humedad de la piel pronto se disipaba
por
el aire ardoroso, a cuyo influjo
mi
pereza crecía. Me detuve indeciso,
acariciando
el cuerpo, sintiendo su tibieza
lisa,
como si acariciara un cuerpo ajeno.
Seguí,
por parajes nunca vistos,
mas
presentidos, igual a quien camina
hacia
cita amistosa. Deponía la tarde
su
fuerza, cuando al fin quise
buscar
reposo ante un umbral cerrado.
Foto cedida por Lolo Papa Warner. Indonesia |
Era
un barrio tranquilo. Mis párpados pesaban
(acaso
dormí mucho), y al abrirlos de nuevo
ya
el sol estaba bajo en el muro de enfrente.
Una
presencia ajena pareció despertarme,
porque
al volver la cara vi una mujer, y sonreía.
Como
si de mi anhelo fuese proyección, respuesta
ante
demanda informulada, me miraba, insegura;
aunque
yo nada dije, con gesto silencioso,
invitándome
adentro, me tomó de la mano.
La
seguí, con recelo más débil que el deseo.
La
sala estaba oscura (ya caía la tarde).
Sobre
la estera había almohadas, un cestillo
anidando
manojos de magnolias mojadas,
de
excesiva fragancia. filtró la celosía
unas
palabras de la calle: «Le encontraron muerto».
Las
pensé referidas a un camarada,
quizá
presagio de mi sino. Pero ella,
atrayéndome
a sí, sobre la alfombra
el
ropaje tiró, como cuchillo sin la vaina,
fría,
dura, flexible, escurridiza.
Mis
manos en sus pechos, su cintura
quebrarse
pareció al extenderme sobre ella,
y
en el silencio circundante, al ritmo
de
los cuerpos, oí su brazalete,
queja
del ave fabulosa que escapaba.
La
oscuridad llenó la sala toda
cuando
saciado y satisfecho quise irme.
En
la puerta (ella como mi sombra me seguía),
al
cruzar su dintel, sentí que entre mis dedos
quedaba
el brazalete, ahora inerte y mudo.
Mucho
tiempo ha pasado. No aceptara
revivir
otra vez esta existencia.
Mas
no sé qué daría por sólo aquel instante
revivirlo.
Bien sé que apenas tengo con qué tiente
al
destino, ni el destino tentarse dejaría.
Cuando
el recuerdo así vuelve sobre sus huellas
(¿no
es el recuerdo la impotencia del deseo?).
Es
que a él, como a mí, la vejez vence;
y
acaso ya no tengo lo único que tuve:
Deseo,
a quien rendida la ocasión le sigue.
Luis
Cernuda
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