Esta
emoción divina es de la infancia,
cuando
felices el camino andamos
y
todo se disuelve en la fragancia
de
un Domingo de Ramos.
El
campo verde de una tinta tierna,
los
montes mitos de amatista opaca,
la
esfera de cristal como una eterna
voz
de estrellas. ¡Un ídolo la vaca!
Aladas
sombras en la gracia intacta
del
ocaso poblaron los senderos,
y
contempló la luna, estupefacta,
el
paso de los blancos mensajeros.
Foto cedida por Петрович (Petrovich). Ucrania
Negros
pastores, quietos en los tolmos,
adivinan
la hora en las estrellas.
Cantan
todas las hojas de los olmos,
la
mano azul del viento va entre ellas.
El
agua por las hierbas mueve olores
de
frescos paraísos terrenales,
las
fuentes quietas oyen a las flores
celestes,
conversar en sus cristales.
Con
reflejos azules y ligeros
el
mar cantaba su odisea remota,
gentil
de luces bajo los luceros
que
a los bajeles dicen la derrota.
Mi
bajel, en el claro de la luna,
navegaba
impulsado por la brisa,
sobre
ocultos caminos de fortuna...
¡Era
el cielo cristal, canto y sonrisa!
Con
el ritmo que vuelan las estrellas
acordaba
su ritmo la resaca,
y
peregrina en las doradas huellas
fue
sobre el mar una nocturna vaca.
En
mi ardor infantil no cupo el miedo,
la
vaca vino a mí, de luz dorada,
y
en sus ojos enormes, con el dedo
quise
tocar la claridad sagrada.
Ramón
M. del Valle Inclán
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